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SOCIEDAD

Historias del ayer y del hoy. La Mili en el Sahara español (VI)

Martes 06 de Abril del 2021 a las 20:34


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Ceferino López Arruñada nació en Castropol en 1946 y desde 1969 vive en casa Pachín de Carbajal. A su quinta le correspondió por sorteo Valladolid, pero cuando desaparecieron las circunstancias familiares que a él le permitían ir librando de incorporarse al servicio militar, la suerte le destinó al Sahara. Así pues, pocos meses después de casarse, en mayo de 1971 tomó el expreso en la estación del Norte en Oviedo con dirección a Madrid, junto a varios reclutas más, ninguno de ellos conocido; en León se unieron otros procedentes de Galicia entre los que venía quien sería uno de sus entrañables compañeros de mili y sobre todo amigo, Alfonso Pampín, natural de Orense; con él y el valenciano Juan Piqueras a quien conoció ya en el BIR, conformaron durante toda la mili un trio inseparable y, tras la peripecia militar, mantuvieron el contacto durante años. En Madrid fueron alojados en un barracón cuyo nombre no recuerda al que faltaban la mayoría de los cristales en las ventanas. Les despertaron a las cuatro de la mañana para llevarlos al aeródromo de Getafe donde a bordo de un Hércules llegaron al aeropuerto de El Aaiún unas tres horas después. A modo de tarjeta de embarque, una etiqueta sujeta a la sahariana militar. En camiones fueron trasladados al BIR número uno en Cabeza de Playa y el fue destinado a la 4ª compañía de Artillería.

La instrucción fue de muy pocos días, y consistió tanto en la formación militar propiamente dicha durante las mañanas, como, durante las tardes, cargar a pala arena de las dunas en camiones con destino a la playa tinerfeña de Las Teresitas, a donde llegaba en barco. Recuerda que esta tarea era ininterrumpida pues se trabajaba a relevos durante unos quince días. La hoy turística playa de las Teresitas, en Santa Cruz de Tenerife, antes era conocida con los nombres “Tras Arena” y “el barranco de las Teresas”, y fue acondicionada en la década de 1970, a tenor del auge turístico de la época, ampliándose el arenal hasta entonces de arena negra y volcánica, con la traída del Sáhara, y construyendo un rompeolas para amortiguar el fuerte oleaje atlántico.

El corto periodo de instrucción transcurrió sin mayor novedad y recuerda la alternancia de ducha en las instalaciones un día, y baño en el mar otro. A la hora de retreta de una noche, su nombre fue un de los 32 soldados nombrados para que, al día siguiente, acudieran al desayuno con el petate listo, sin recibir mas detalles. Aquélla falta de información no le permitió recordar que en su filiación militar había dicho el oficio de marmolista que desempeñaba en la vida civil, profesión por el que fue incluido entre los nominados aquella noche como le confirmaron días después. Trasladados en camiones hasta la ciudad de El Aaiún, tras recorrer varios acuartelamientos donde al parecer no se les esperaba, terminaron en el de Ingenieros ubicado en la calle principal, ya a la hora de comer. Otro condicionamiento personal, en este caso el de ser el más veterano por tardía incorporación a la Mili, le proporcionó la responsabilidad de ser el jefe -aunque no fue nunca nombrado cabo- de aquella expedición-cuadrilla de 32 especialistas en construcción que pasarían el resto de su servicio a la Patria revistiendo con piedra la fachada trasera de la Residencia de Suboficiales. Era un buen destino, trabajando durante las mañanas y con la tarde libre. Aunque la disciplina militar seguía vigente, nunca más usó el CETME y tenía la compensación de media cerveza y el bocadillo adicional al rancho estándar, que les daban todos los días a media mañana y estar a las órdenes del Brigada que dirigía la obra, persona de entrañable recuerdo por el trato que dispensaba. Tallando los sillares de piedra, colocándolos en la pared y yendo con los camiones REOS a buscar arena a Cabeza de Playa pasó el resto del servicio militar, “de maravilla”. Tiene en la retina la imagen de cómo se alquitranaban los taludes a ambos lados de la carretera, en un intento poco duradero de evitar que la arena removida por el siroco, la cubriera y dejara intransitable.

Sólo conoció El Aaiún, Cabeza de Playa y en una ocasión, durante un viaje en guagua vieron de cerca las cintas transportadoras de fosfatos de las Minas de Fosbucraa. A pesar de tener las tardes libres, salían poco del acuartelamiento, pues tanto la Policía Territorial como la Legión, vigilaban intensivamente quienes transitaban la calle, imponiendo un orden riguroso en el vestir y comportarse. Nunca fue al cine que estaba enfrente del cuartel, trataba esporádicamente con los nativos cercanos a la obra con los que había cierta confianza, y nunca vivió momentos de peligro o tensión. En alguna de sus salidas, hubo de esquivar a los nativos que dormitaban apostados sobre las aceras. El siroco y el contraste de calor y frío era lo más difícil de llevar y ayudaba a combatirlo el vestir un tanto fuera de cánones de manera puntual. El rancho del cuartel era bueno, abundando el pollo y la ensalada con tomate verde, especialmente apetitosa en aquel ambiente caluroso. Quizá por ello venció su resistencia a la misma y terminó por desearla cada día.

Disponían de un barracón exclusivo para los 32 soldados-obrero, un grupo especialmente bien avenido, que la mayoría de las veces preparaban su propia comida, abusando del pollo al ajillo en una sartén a la que el uso reiterado dejó con varias capas de sedimentos alimentarios acumulados. Allí en el barracón hacían las típicas imaginarias, mucho más relajadas que alguna que otra guardia siempre intranquila, que acompañando a algún veterano hizo en el BIR, guardia con la consigna de responder con ráfagas de CETME cualquier emergencia dudosa, pues las revueltas bien fueran adjudicadas al Ejército de Liberación marroquí o al Frente Polisario estaban latentes, aunque no se comentaban los aspectos políticos de la situación. En alguna ocasión, unas simples cabras merodeando por los muros del cuartel en busca de comida, fueron acribilladas al confundirlas con el enemigo.

Cuando disfrutó del reglamentario permiso de 45 días, en un cómodo viaje en avión militar hasta Madrid y tren a Oviedo, pudo conocer a la hija nacida durante su ausencia y que contaba ya con nueve meses de vida. El excesivo moreno que traía, desencadenaba el llanto de la pequeña. Licenciado sorpresivamente en mayo de 1972, más de un mes antes de lo previsto, volaron a Las Palmas y desde allí, un Jumbo de Iberia en escala desde algún país americano, le dejó en Barajas y la Renfe le acercó a Oviedo.

En su equipaje mental estaba el fin de una etapa sin nada especialmente positivo o negativo a reseñar, y en lo material, unas gafas Ray Ban bañadas en oro, ya caras en aquél entonces por aquellos territorios, gafas que aún conserva y son objeto del deseo de mas de una generación de herederos; algunas cajetillas de LARKS y Coronas, pues allí el tabaco era barato, las disfrutaron tanto el mismo como sus amigos y conocidos. Algunos suvenires especiales, como los artículos en marfil y muy significativamente los cuernos de animales y similares, eran especialmente caros.

Años después, de viaje con su mujer en Tenerife, visitó la playa de las Teresitas y quiso pisar la arena que tiempos atrás tantos sudores le dio; aunque paseando por aquellas arenas de origen sahariano no era posible divisar la costa de África, la mente se llenó de recuerdos y reflexionó sobre lo efímero de algunas fronteras, pues de hecho estaba en la parte más meridional de España, y solo unos pocos años atrás, años cargados de miles de pequeñas historias y sacrificios peninsulares de todo tipo que forjaron la Historia que figura en los libros, en aquéllos años pensó, la frontera española estaba mucho más al Sur…

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