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SOCIEDAD

Historias del ayer y del hoy La Mili en el Sahara español (IV)

Miercoles 06 de Enero del 2021 a las 20:27


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Lolín el parlante, como popularmente se conoce a José Manuel Fernández González, nació en 1936 en casa Santianes de Silvota y a los seis años sus padres se trasladaron al Barrio Tartiere de Coruño, localidad ésta donde hoy día simultanea sus estancias con otras en Oviedo. Fue al sorteo del reemplazo en la capital, acompañado de su padre y un tío, con la idea de ver a la tarde el partido del Real Oviedo en el Tartiere. El sobresalto y disgusto que como una losa cayó sobre todos ellos al conocer el destino en Ifni supuso la suspensión del programa previsto y regresar a Coruño. Lolín llevaba muy pocos meses casado y ello acrecentaba la desazón propia, de su mujer y del resto de familiares.

En febrero de 1958 en la estación Renfe de Oviedo tomó el expreso de la noche con destino a Madrid. En alguna estación del recorrido se unió al tren otro procedente de Galicia. Desde la estación del Norte madrileña les trasladaron a la de Atocha donde un convoy diurno especial les llevó a Cádiz. Pernoctaron en la plaza de Toros de esta capital y al día siguiente embarcaron en el barco frutero “Monte de la Esperanza” rumbo a las Canarias. La problemática de calado en los puertos de algunas islas, requería desembarcar en Tenerife y desde allí en barcos más pequeños ser trasladados a destino; a él le correspondió Arrecife, en Lanzarote, donde fue adiestrado en el manejo práctico de armas, morteros y granadas de mano, así como en tácticas de ataque y defensa militar.

En buques de la Armada española llegaron a finales de marzo hasta la escarpada costa de Sidi Ifni. En los allí llamados cárabos, sinónimo de chalupas y en otros vehículos anfibios, el reemplazo hizo el desembarco a tierra y en el imponente cuartel de Tiradores de Ifni nuestro protagonista, encuadrado ya en la 21 compañía del cuarto Tabor, batallón en argot peninsular, participó en varios entrenamientos y maniobras. De los once asturianos del grupo inicial, solo cuatro quedaron incluidos con él en la misma compañía: José Luis, el minero de la Camocha, Lolo el de Mieres y Marcelino de Gijón, con los que ya no mantiene contacto.

Ifni fue posesión española desde la época de los Reyes Católicos hasta 1969 cuando se cedió a Marruecos, aunque nuestra presencia efectiva allí no llegó hasta 1934; fue protectorado hasta 1952 y desde 1958 provincia española. Con ochenta kilómetros de costa y unos 25 hacia el interior, su población rayaba los 50.000 habitantes en 1960, solo un 18 % europeos. La llamada guerra de Ifni, en aquellos años, se silenciaba por la censura franquista por lo que era prácticamente desconocida. Cuando Lolín llegó a nuestra colonia, lo más gordo de los enfrentamientos del ejército español con el Yeicht Taharir , es decir, el ejército de liberación marroquí , ya había pasado, pues ocurrieron entre noviembre de 1957 y julio de 1958, fecha ésta en la que se dio por finalizada la consolidación de las posiciones españolas alrededor de la ciudad de Sidi-Ifni, ya que el resto del territorio quedó en manos marroquís, y un saldo de 300 muertos, 500 heridos, 80 desaparecidos… en nuestras filas. Así pues, los reclutas peninsulares que como José Manuel llegaban al territorio, tenían la misión de mantener aquellas posiciones y repeler los hostigamientos del enemigo, junto a la Legión y los afamados Tiradores de Ifni, así como mejorar las trincheras. Con la “guerra”, los civiles peninsulares y las familias de los militares allí desplazados abandonaron por seguridad Sidi-Ifni, quedando únicamente militares, desapareciendo así todo rasgo de vida civil y otros europeos en la ciudad. La innata curiosidad de José Manuel le llevó a buscar y escuchar los testimonios de sus compañeros veteranos con detalles de lo que habían vivido personalmente, y hace pocos años, ofrecer una síntesis de todo ello en las páginas de este mismo periódico, testimonio personal de relevancia para un episodio histórico tan poco conocido.

 En su memoria, permanecen nítidas las penalidades sufridas en los puestos defensivos de Id Mehas, Buyarifen, El Gurran, Loma Gorda, Los Lagartos, Sidi Yusef, Las Palmeras, Bu-La-Alam…, permaneciendo hasta 45 días seguidos durmiendo en el suelo, usando los cascos como vasija del agua para ducharse, apostados en trincheras cercadas por alambradas, como avanzadillas vigilantes día y noche. Aquellas guardias nocturnas llamadas “escuchas”, en absoluto silencio, al pie de la loma donde estaba la trinchera y sujeto por una cuerda a un compañero de aquélla para rescatarlo si fuera necesario. Los tirones de cuerda que periódicamente daba el camarada desde la trinchera para verificar que allí seguía el escucha, vigilante en la oscuridad del desierto. Los nervios que atacaban a algunos compañeros que debían hacer este servicio cuando la solidaridad y el compañerismo imponía que otro voluntario con nervios más templados le sustituyera en la tarea. Los paqueos, esto es, largos y persistentes repiques de disparos más o menos cercanos…

 

El ejercito de liberación nacional surgió en 1955 como brazo armado del partido independentista marroquí Istiqlal y aunque algunos lo llamaban bandas armadas incontroladas, estaba bien organizado y preparado para la lucha de guerrillas. Sus ataques con morteros eran frecuentes, por sorpresa y especialmente peligrosos. En Buyarifen quizá se vivieron los más importantes, pues hubo heridos, pero Lolín personalmente, aunque si tomó parte activa en algunos, no sufrió nunca daño alguno, aunque sí hubo muertos en su Tabor.

 

Por eso, cuando abandonaban un destacamento y antes de incorporarse a otro pasaban unos días en el cuartel, las maniobras que allí se hacían, la protección de los servicios esenciales de la capital como el polvorín, depósito de agua, central eléctrica, cárcel, lejos de la tensión de la primera línea, casi eran relajantes, a lo que contribuía la lectura de algún libro. Pronto pasó a ser furriel responsable de abastecimientos a los puestos defensivos, utilizando un Land Rover y un “Ford-car”, lo que suponía buscar en la capital, cada pocos días, lo necesario para comer la tropa así como municiones. Llevarlo a las trincheras requería gran despliegue militar a cargo de la Legión o los

Paracaidistas, detectores de minas…, pues los hostigamientos enemigos al convoy eran habituales. La comida era buena, siempre una ensalada con patatas, cebollas, tomates canarios y caballa; disponían de medio cerdo a la semana, algún que otro jabalí que víctima de las minas a campo abierto era aprovechable tras el consiguiente análisis veterinario, vino rioja de Lagunilla, algunas veces degustado con la bota navarra de su amigo Corella- y cada recluta-soldado recibía diariamente un paquete de cigarros. A Lolín, hiper vacunado contra todo tipo de enfermedades posibles en la zona, el agua de los aljibes le hacía tal daño que pasó prácticamente toda la mili sin tomarlo. Oficialidad y tropa compartían comida y algún que otro café y coñac en la soledad nocturna, en un buen ambiente de camaradería y trato personal.

 

Él manejó únicamente el fusil, arma inseparable, al que popularmente llamaban “naranjero”, siempre con abundante munición; la vestimenta, una anarquía total; aunque había uniforme reglamentario de color arena, pero la chaqueta guerrera, el pantalón largo o corto, el mono, la camisa de manga bien larga o corta, las botas de mediacaña, las sandalias, …. se vestían a discreción pues no era exigible la uniformidad reglamentaria más allá de momentos concretos. El traje de gala con capa blanca y añil, cinturón con faja azul y el típico gorro rojo redondo marroquí, tarbuchs, prácticamente no se usaba.

 

Sobre aquella costa atlántica, acantilada, destacaba el edificio de los Tiradores, con la playa a sus pies, donde estaban los polvorines. La accidentada orografía del territorio pasaba de los 300 metros de altitud en las cercanías de la ciudad a los 860 tan solo a 16 kilómetros o los 1400 a 80 de distancia. El clima era árido, seco, inhóspito, suavizado en la franja costera y caluroso en el interior con pluviosidad irregular. Solo el río Asaka, al sur, merecía tal nombre pues los restantes eran más bien torrentes. Los vientos alisios y el siroco eran frecuentes. El aeropuerto de una sola pista, similar a la Morgal y solo para vuelos militares donde después de diez meses -siempre fue prioritario el aspecto defensivo- juró Bandera. La entrañable cantina del cuartel, y una ciudad, con la típica Plaza de España con los edificios coloniales del gobierno civil y militar, hospital, escuela, zoco…; los cines ya se habían clausurado y el mando autorizó el establecimiento de algún prostíbulo con mujeres europeas.

 

Los baamarani, bereberes musulmanes, con dialecto tachlji, eran los indígenas de la zona con los que había poco contacto, y quedaban ya pocos, pues la mayoría se habían integrado en el ejército hostigador. Los que quedaban, de edad avanzada y fundamentalmente antiguos integrantes del ejército español, estaban desarmados y regentaban algún zoco, cuidaban rebaños de asnos, ovejas, cabras, corderos y dromedarios, trabajaban la agricultura e incluso algunos acudían al Cuartel en busca de alimentos. Eran expertos en cazar, salar y comer las langostas voladoras que en gran número llegaban a oscurecer el cielo y cuando se acumulaban en las esquinas de edificios, las cargaban a palote en sacos.

 

Los nativos, aunque tenían más querencia por los españoles que por los marroquís, no dejaban de considerarnos invasores, a pesar de que sus ancestros firmaron el tratado con nuestro coronel Capaz en 1934 para ocupar el territorio sin un solo disparo. Vestían la tradicional chilaba ellos y las mujeres se cubrían con un paño la cabeza.

 

La licencia llegó en junio de 1959, y a bordo del “Virgen de África” fueron trasladados a Algeciras tras escala de unos días en la localidad de Taco en Tenerife. En Algeciras, una compañía del Ejército de Tierra rindió honores militares a los que desembarcaban. Un convoy ferroviario especial los acercó a Madrid y otro posterior hasta Asturias con paradas en varias capitales para apearse partes del contingente.

 

El miedo y nerviosismo de los primeros días en África, fue transformándose en una alerta permanente hasta el regreso, plagada de un peculiar espíritu de cuerpo y compañerismo solidario; los esfuerzos allí realizados y los sacrificios humanos que Ifni supuso, entiende que no se compadecen con la posterior entrega del territorio a Marruecos, sin compensación alguna, pero así es la Historia…

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