LLANERA

CULTURA-DEPORTES

"desdemiventana" Sonia y Yo

Lunes 01 de Junio del 2020 a las 06:53


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SONIA Y YO

Aquella tarde había sido de las peores desde que estábamos encerrados. Casi tan mala como el día, lluvioso, gris, de tormenta. Sonia se había encerrado en la habitación a cal y canto. No sé cuántas horas pasaron hasta que dejé de escuchar sus sollozos.

Sospecho que estuvo llorando hasta que cayó rendida.

No sé quien tuvo la culpa esta vez. Fue otra discusión más. Otra de tantas durante el confinamiento.  No  quiero  engañarme,  antes  de  esto  ya  discutíamos  mucho,  y  estar encerrados sólo sirvió para que las broncas fueran diarias y más intensas. Deberíamos haberlo dejado hace tiempo, nuestra historia no tenía futuro.

Me quedé dormido en el sofá esperando a que todo se calmase. Cuando abrí los ojos pude ver que eran las once y media de la noche. Fui al cuarto en busca de una tregua hasta la siguiente pelea, pero ella no estaba allí. Ni en el dormitorio, ni en el baño. La llamé por su nombre para que supiera que la estaba buscando. De repente un relámpago cegador, a los dos segundos el estruendo de un trueno que sentí cercano y la luz se apagó. Pude oír perfectamente como saltaba el diferencial.

Encendí la linterna en el móvil mientras caminaba por el pasillo, pero me detuve justo cuando pasaba por delante de la cocina al escuchar el sonido de un cristal que se rompe.

Entré con cuidado mientras iluminaba al suelo y pude ver los restos de un vaso hecho añicos. Había trozos esparcidos por todo el suelo. Cuando apunté con la luz al fondo de la cocina vi a Sonia con los ojos hinchados,  despeinada, con el rostro  serio, inmóvil, mirándome fijamente. Le pregunté si estaba bien, comencé a bajar la luz hacia su brazo y después un poco más hacia su mano. Tenía un cuchillo. Uno enorme que usábamos a menudo por lo bien afilado que está.

Le pregunté qué hacía con eso en la mano. Ella no articuló palabra. Sólo comenzó a respirar de forma nerviosa y acelerada. Reconozco que empecé a sentir cierta inquietud, intuía que aquello no iba a acabar bien. Parecía en trance y su mirada no transmitía nada bueno. Sin mediar palabra se abalanzó sobre mí mientras gritaba. Le sujeté las manos. Forcejeamos mientras le pedía que se detuviera. Pude librarme de ella empujándola hacia el suelo de la cocina, cayendo sobre los cristales. No fui muy valiente, salí corriendo por el pasillo, llegué a la puerta de entrada y traté de abrirla. El cerrojo estaba echado.

Recordé que las llaves estaban sobre un recibidor situado a dos metros de la puerta. Corrí hacia el mueble y vi salir a Sonia de la cocina. No tenía un segundo que perder, pero de un vistazo pude ver como tenía cortes en los brazos  y  en  la  cara.  Su gesto  era  cada  vez  más  violento,  su  respiración  todavía  más intensa. Agarré las llaves y corrí a la puerta para poder salir de allí cuanto antes. Ya en el rellano la vi acercarse corriendo, cuchillo en mano, gritando que me iba a matar.

Comencé a bajar las escaleras como si no hubiese un mañana, pasando por los peldaños de dos en dos, a veces saltando varios tramos de un golpe arriesgándome a una peligrosa

caída. No había tiempo que perder. Salí del portal, seguía lloviendo a mares y las farolas centelleaban. Comencé a correr por la acera buscando ayuda.  Todo estaba cerrado y no había nadie. Un viernes  casi de madrugada en pleno estado de alarma no es el mejor escenario para encontrar ayuda.

Crucé la calle apresuradamente y de reojo vi lo que parecía un coche de policía frenando de  golpe  evitando  atropellarme.  Estaba  tan  nervioso  que  ni  siquiera  miré  antes  de cruzar. Se bajaron dos policías, me preguntaron que me pasaba y qué hacía fuera de casa. Expliqué lo sucedido, me dieron una manta y me ayudaron a entrar en el coche para que me calmase. Uno de ellos fue al portal y entró a comprobar la situación. El otro se quedó al lado del coche, vigilándome.

A los dos minutos escuché como se comunicaban por radio. “Detenlo, ponle las esposas. El cabrón la ha matado. La chica está muerta.”. El policía no tardó ni tres segundos en obedecer las órdenes de su compañero. No opuse resistencia, fui incapaz de moverme.

Yo no había matado a Sonia, pero me quedé de piedra. No esperaba que esto acabase así. Se me nubló la vista y creo que perdí la consciencia. Solo recuerdo oír las sirenas mientras me llevaban a comisaría.

Abro los ojos lentamente. Sonia me dice que tengo que cambiar ese horrible sonido de sirenas que tenía puesto como despertador. Tardo veinte segundos en darme cuenta de que estoy tumbado en la cama. Ella estaba a mi lado, sonreía, acariciaba mi pelo para hacer más suave mi despertar. Miro hacia la ventana, me ciega un sol espectacular.

Me  levanto  todavía  aturdido.  El  reloj  marca  las  diez  de  la  mañana.  Me  asomo  a  la ventana. Puedo ver a unos niños jugando en el parque, a gente paseando por la calle, coches circulando. No entiendo nada.

Le pregunto a Sonia que hace tanta gente por la calle. Ella me mira extrañada. Le vuelvo a preguntar qué ha pasado con el estado de alarma y si la gente ya no tiene miedo al virus. ¿Qué estado de alarma? ¿Qué virus? dice mientras se acerca a mí.

Me abraza, y me dice que no sabe de lo que estoy hablando. No hay mejor refugio que el estar en brazos de la persona amada. Ella es mi mundo, mi paz, mi equilibrio. Siempre dispuesta a arreglarlo todo con su infinita sonrisa. Nunca discutimos. Llevamos siete años  juntos.  Somos  inmensamente  felices.  Me  siento  aliviado,  tanto  que  suspiro profundamente.

Todo había sido un mal sueño, una horrible pesadilla. No hay virus, solo estamos ella y yo unidos en un abrazo de efecto balsámico.

Solo hay amor, no necesito más, solo Sonia y yo.

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